Franklin Castellanos con uno de sus tantos equipos ganadores / Foto tomada de facebook |
Por: Ernesto J. Navarro
En la cancha de Campo
Grande siempre se jugó voleibol y en la década de los 80 había torneos a cada
rato. La petrolera Maraven, patrocinaba los inter-campos. Niños, jóvenes y
adultos se integraban para representar a su localidad.
Pero los torneos no
eran eventos fortuitos. De lunes a viernes al caer la tarde, la cancha se
llenaba de mujeres y hombres de todas las edades que, por turnos y horarios,
realizaban sus prácticas bajo la conducción del entrenador Franklin
Castellanos.
Franklin no sólo
enseñó voleibol, ha sido formador de jugadores destacados en el estado y en el
país. Un hacedor de campeones durante décadas y por eso tiene el respeto del
mundo deportivo.
Todo el mundo lo
llama por su nombre: Franklin, a secas. Él nunca ostenta títulos, aunque los
gana todos. Jamás le hizo falta irrespetar para que lo respetaran. Aún así, al
cruzar el portón de la cancha él tenía el dominio.
La única vez que
presencié el momento en que echó a un adolescente altanero de un entrenamiento,
lo hizo salir de la cancha y aún así no
lo excluyó del todo: “Cuando quiera entrenar con disciplina vuelva”, solo eso
le dijo.
Alumno por invitación
Empezando los 80, al
salir de una película infantil, que daban los martes en el Club Alianza,
alguien que no recuerdo, invitaba a niñas y niños a entrenar en la cancha para
preparar el torneo que enfrentaría a equipos de todos los campamentos.
Unos días más tarde,
a las cuatro en punto, Franklin sonaba el silbato y hasta las 6 o 7 de la
noche, estábamos bajo su tutela. Así que por suerte del destino fui uno de sus
alumnos.
Franklin Castellanos, maestro de campeones |
Nos enseñó lo básico:
calentar antes de jugar, dónde pararnos en la cancha, voleo, mancheta, remate,
rotación y saque. Con el paso de las edades, fue preparándonos en la táctica y
la estrategia de un deporte que no sólo necesita físico, sino mucha destreza.
Para mediados de los
80, Franklin ya era un entrenador respetado e imbatible. Como un Rey Midas del
voleibol, cada seleccionado suyo tenía de antemano marca de campeón. Sus
equipos eran invencibles y derrotarlo en su patio, en la cancha de Campo
Grande, imposible.
Para cuando finalizó
aquel torneo inter campos, el equipo minibol de Puerto Nuevo fuimos derrotados
y finalizamos en un estruendoso cuarto lugar.
Habíamos debutado con
ilusiones. Acudimos a cada partido puntuales y con nuestro uniforme impecable:
una franelilla blanca con letras y orillas del cuello y mangas de color verde.
En el pecho decía en semi círculo: Puerto Nuevo. En la espalda (también en semi círculo)
Maraven y el
número (8 era el mío).
Como Franklin
entrenaba, armaba y dejaba listos a todo TODOS los equipos, la dirección de
cada sexteto durante el campeonato era distribuida entre los miembros del
comité de árbitros de Lagunillas. A nosotros, ese año, nos dirigió Richard
Acosta.
Para cuando fuimos
eliminados, la tristeza de la derrota era cambiada por carcajadas. Estábamos
reunidos fuera de la cancha, por donde estaba la planta de hielo. Uno de los
niños le preguntó a Richard la causa de la derrota ¿En qué fallamos? Richard lo miró muy serio, luego volteó y nos vio a todos: “Verga, es que ustedes son muy malos”.
Todos nos cagamos de risa.
Año
escolar 1985-1986
Yo estudiaba en la
escuelita pública de Lagunillas: Grupo Escolar “Carlos Emiliano Salom”, aunque
vivía en un campamento petrolero. Por una de esas trabas burocráticas de
entonces, no podía estudiar en las escuelas de Maraven (pero eso no viene al
caso).
Cruzábamos del quinto
al sexto grado y por esos días nuestras fiestas escolares eran amenizadas con
el disco “La Medicina 86” de
Wilfrido Vargas. Podría decirse que aprendí a bailar merengue al tiempo que
aprendía voleibol.
Luego de la derrota
del torneo local, el destino parecía querer darme la satisfacción de la
victoria. Pero eso aún no iba a saberlo aún.
Una mañana, el maestro
de deportes de la escuela: Nemesio Ruíz, pasó por la puerta de los salones de
quinto y sexto grado. Le pidió a las maestras que enviaran de inmediato a la cancha, a los niños que les interesara el
voleibol.
Yo, que estaba fiebrúo con el voleibol, fui de los
primeros en llegar a la canchita que estaba al lado del teatro. Era un
rectángulo de cemento comido por los años, la pintura estaba casi desaparecida,
los tableros de basquet no tenían aros y
-obvio- no tenía techo.
Nemesio nos formó en
una fila, tomó dos balones de voleibol y al que estaba de primero le lanzó dos pelotazos sin
dar tiempo a nada: ¡Volea! Y luego la
otra pelota: ¡Mancheta! Yo estaba de
tercero en la fila –lo recuerdo nítidamente- y cuando me lanzó los balones fui
una total vergüenza. El primero me cayó en la cara y el seguido lo abaniqué.
Como a los dos
anteriores (que también fallaron) me dijo sin mirarme: Al salón. Casi lloro, yo sabía jugar, Franklin me había enseñado,
yo sabía todo lo que debía saber, de eso estaba seguro. No obstante en mi mente
retumbaba la risotada de Richard (...es que
ustedes son muy malos).
¿Pero saben qué? No
me fui al salón y por primera vez en mi vida logré vencer esa timidez
proverbial que me ha acompañado siempre y aprovechando que el maestro no me
había mirado a los ojos, volví a meterme en la fila confiado en lo que había
aprendido. Detrás de Nemesio ya estaban unos 5 niños que habían logrado volear
bien.
Hice mi fila
nuevamente, llegué al primer puesto decidido a no decepcionar (eso pensaba) a
Franklin, mi entrenador. ¡Voleo!
¡Mancheta! Me gritó Nemesio. Esta vez lo hice a la perfección y ¡Zaz! En
dos movimientos lo logré. Demostré que yo sabía jugar.
Cuando se acabó la
fila unos 10 niños quedamos en la cancha y allí nos enteramos que, con ese
grado de preparación, éramos la
selección de voleibol del Carlos Emiliano Salom y en dos días debutaríamos
en un torneo inter-escuelas de Lagunillas.
Allí, bajo la
resolana de la canchita, Nemesio nos hizo una serie de preguntas más, creo
recordar que eran para saber cómo pararnos en la cancha. Yo, que sabía todo de ese deporte, le dije
con una seguridad pasmosa: Soy puesto 3.
Y… el maestro lo aceptó sin reclamos.
Nos pidió que
usáramos el short azul, la franela blanca y los zapatos de goma de educación
física y por último nos entregó un cuadrito de tela que tenía un número pintado
con moldes de letra y spray azul celeste. Maestro,
¿Me puede dar el 8? Y con ese jugué.
En ese equipo
(recuerdo) estuvimos:
1.Antonio “Pepito”
Gutiérrez
2.Nasser Abusaid
3.Rolando Salazar
4.Deivis Roa
5.Un niño de nombre
Euclides que no recuerdo el apellido
6. Jesús Manuel
Rivero
7.Y yo
Los otros nombres los
he olvidado y no logré ubicarlos con otros amigos.
El
torneo
Dos días más tarde,
la directora Olivia de Inciarte nos despedía en el estacionamiento de la
escuela como si partiéramos a las olimpiadas. Y en la parte de atrás de la
camioneta pick up roja de Nemesio (que tenía pegados con tirro 2 afiches de
Acción Democrática) partimos hacia la cancha de Sierra Maestra en Ciudad Ojeda.
En el primer juego,
en aquella majestuosa cancha techada, debutamos contra la escuela Juan XXIII.
Mi mamá me había blanqueado con cloro la franela de educación física, me cosió
el numerito 8 en la espalda y hasta me lavó para que lucieran como de estreno,
unas rodilleras azules que una vez me regaló Yadira Talavera. (Cuando llegué a la
Universidad aún conservaba esas rodilleras como un tesoro de la infancia y
luego tristemente las perdí en una de mis tantas mudanzas). Los vencimos sin
contemplaciones en dos tiempos.
Nemesio estaba
festivo y nosotros nos sentíamos confiados. Aunque para hacer honor a la
verdad, no le fue difícil engranar nuestro equipo. La mitad de los niños había
aprendido a jugar con Guillermo “linguín” Espinoza, que por años
se dedicó a enseñar voleibol a niñas y niños de los barrios circundantes a los
campamentos petroleros (Turiacas, Parate Ahí, Corea) y la otra mitad aprendimos
con Franklin Castellanos.
Ese mismo día jugamos
un segundo partido contra el Grupo Escolar Ciudad Ojeda. El capitán era un
gordito que nos fulminó el primer tiempo con un fuerte remate desde el puesto
4. Así que obligados por la circunstancias, Jesús Manuel comenzó a pedirme que
armara el balón que él podía rematar. Pepito también lo hizo. Así que como resultado,
en tres tiempos, segunda victoria.
Ese día brindamos con
maltas en la parte de atrás de la camioneta de Nemesio mientras volvíamos a la
escuela.
En la segunda jornada
nos despachamos a dos escuelas privadas y nos pavoneamos de ganarle a los sifrinitos esos del San Agustín y
el Juan Bosco. Hoy parece corto y se dice rápido: 4 triunfos en fila nos
pusieron en…
Semifinales
El maestro Nemesio
nos felicitó por llegar a ese momento culminante del campeonato, pero nos
advirtió que tendríamos un escollo durísimo. Nos tocaba enfrentar a la temida
escuela Antonia Esteller que dirigía Franklin Castellanos.
Para mi fue una
sensación muy rara, debía jugar contra mi entrenador y contra los niños con los
que practicaba cada tarde en Campo Grande.
El equipo Esteller
venía encabezado por Hebert Araujo. Un niño que con 10 u 11 años era ya un
super atleta: jugaba béisbol, basquetbol, era campeón de 80 metros planos y
saltaba como un canguro. De ese equipo (me perdonan los demás) recuerdo
solamente a Pilón Pérez (hoy un gran entrenador de fútbol) pero en ese momento
era el puesto 3. Un zurdo muy habilidoso que nos engañó todo el juego fingiendo
que levantaría el balón y cruzándolo encima de la malla, para colocarlo en el
huequito detrás del armador.
Nos amedrentó ese sexteto
de Franklin que llegó en un bus Turislago a la cancha y con impecables uniformes blancos con vivos verdes. Pero esa mañana en
Sierra Maestra, habíamos desembarcado de la pick up de Nemesio creyendo que
podíamos ganar.
Fue un juego de
infarto, que se jugó a puntos extras los
3 tiempos disputados.
Y como suele
sucederle a los mejores cuando la suerte y la inspiración acompaña a los
pequeños, faltando 1 punto para terminar, Hebert Araujo se levantó para
rematar, voló por encima de todos, sacó su brazo derecho y… la estrelló en la
parte alta de la malla.
Nemesio pegó un grito
que alborotó los nuestros. Habíamos comenzado ese torneo armando un equipo dos
días antes del primer partido, y en ese momento estábamos allí venciendo al mejor
equipo del mejor entrenador y con eso pasamos a la final.
En medio de la
celebración, Franklin, le estrechó la mano a Nemesio, luego fue a buscarnos a
Jesús Manuel Rivero y a mí, nos abrazó,
nos felicitó. Yo estaba paralizado mirándolo, como necesitando su permiso para
disfrutar del triunfo. Él sonrío y nos dijo: vayan a celebrar, se lo ganaron. Mañana tenemos entrenamiento.
Lo miré luego de
lejos con su equipo alentándolos, habían hecho un gran partido.
La final de ese
torneo fue en el colegio Juan Bosco contra la escuela Toribio Urdaneta de Las Morochas. Ese fue nuestro momento de gloria deportiva.
Luego de recibir un
trofeo que levantamos y que más tarde Nemesio entregó a la directora de la
escuela, apareció de la nada un bus escolar blanco de Transporte San Antonio
(supongo que como eran los vecinos de la escuela fue su regalo para nosotros). Imagínense
la alegría que le dimos a la escuela que nos buscaron un bus para retornar como
campeones.
Volviendo a casa con mi franelita blanca del numerito cosido, estaba
feliz por la victoria, pero sabía que para llegar allí dejamos en el camino al
equipo más fuerte y además sería la única
vez que íbamos a derrotar al invencible Franklin Castellanos.
Otro de los imbatibles equipos de Franklin |
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